Ningún mayor dolor que escribir sobre los amigos en tiempo pasado.
A comienzos de los años sesenta la Cuarta República extermina a tiros a la izquierda y la asesina jurídicamente ilegalizándola.
El mismo día que lo hace me inscribo en un partido clandestino: como soy miope y sé dibujar me salvo de que me envíen a la guerrilla y voy a dar en una célula de propaganda.
Sólo el peligro compartido dispensa que un dibujante autodidacta conspire al lado de eminencias tales que, si la célula caía, se acababan las artes plásticas venezolanas.
Hablo hoy sólo de Zapata, de quien ya conocía su recio trazo con la macabra intensidad de José Guadalupe Posadas, la composición de Diego Rivera, la causticidad de Orozco.
Hastiada de la solemnidad de los museos, la gran pintura patea las calles, se democratiza en los multígrafos, ilumina los volantes, despliega la banderola contestataria del afiche.
La célula subterránea va del timbo al tambo en publicaciones siempre clausuradas, siempre confiscadas, y al final labora en La Pava Macha, Semanario que dispara primero y averigua después, donde Kotepa Delgado sostiene que llenar las páginas de caricaturas es estafar al público, y Pedro León acentúa su parpadeo y su apretar de labios para no caer en la provocación.
Aquellas reuniones entre allanamiento y clausura de publicaciones son oportunidad para que Zapata destelle con ocurrencias inolvidables. En una ocasión traen unos refrescos, y el pintor señala una pila de ejemplares no vendidos: “Pónlos ahí, para que se conserven fríos”. Régulo Pérez es fecundo en juegos de palabras, y cuando suelta uno menos brillante que de costumbre, Pedro León le riposta: “Te van a cortar el calembur”. Alguna vez recuerda el macabro humor de los vendedores de lotería mexicanos, que cuando les queda un solo quinto imploran: “¡Llévese al huerfanito!”
Nos llegan citaciones para la Digepol, y José Vicente Rangel nos salva utilizando su inmunidad parlamentaria para hacerse responsable de todo el contenido de La Pava.
Un periódico de circulación nacional que en lugar de editorial publica una mancheta contrata a Pedro León por centavos, y desde entonces Zapata es el editorial y la mancheta nuestros de cada día.
No está libre de vaivenes su relación con el cotidiano. En el taller se “extravían” los originales que remite, hasta que la difusión del fax le permite enviar copias informatizadas.
Ilustra Pedro León un álbum anónimo con traviesas coplas anticlericales de Miguel Otero Silva, levanta la derecha una campaña de linchamiento a la cual responde el pintor que quien pone el estilo pone la firma, y sus ilustraciones magistrales también “se extravían”.
A los cinco años de trabajar Zapata como un forzado por una pitanza que no paga ni un almuerzo, se entera de que un aprovechado pintamonas sureño llegado hace un mes ya tiene contrato, seguro, utilidades y prestaciones.
Pedro León me consulta como abogado, le aclaro que la suya es una relación de trabajo con todos los derechos, y ante la perspectiva de perder su principal atracción el diario le reconoce todo.
Domina hasta tal punto Zapata su oficio que intensifica sus dibujos con pesadas tramas de plumilla y amenazantes claroscuros, pero cuanto el tema es terrible lo pasa de contrabando con trazos suaves y livianos.
Durante esas décadas duras Pedro León es multifacética maquinaria de solidaridad, que ante cualquier petición ñángara suscribe el comunicado, se une al comité, dibuja el afiche, anima el acto revolucionario, dona los cuadros y actúa como martillador en la subasta.
Visitamos a Aquiles Nazoa en su retiro en Villa de Cura, y Pedro León me confía su teoría personal según la cual es Arte todo aquello que perdura en la memoria.
Sofía Imbert es tan audaz que bautiza con su propio nombre a un museo del Estado, y tan valiente que monta la exposición “Todo el Museo para Zapata”, en un mundo intelectual mezquino para el cual un caricaturista es menos que nada.
Nunca es menos Museo y más Contemporáneo el MAC que cuando Zapata lo colma con el discurso sardónico de sus caricaturas, la fiesta jovial de sus pinturas, la crítica tridimensional de la ambientación en la cual el miserable dentro del rancho contempla insomne una televisión banal.
Un maremoto de envidias desata aquella consagración, menudean los ataques por el estilo de “y si usted es revolucionario por qué publica en ese periódico” y las respuestas “y cómo sabe usted que soy revolucionario si no es porque publico en ese periódico”.
Como tantos artistas, Zapata por ratos busca en la bebida el olvido de sí mismo y lo único que logra es encontrarse.
En vez de embotarle la lucidez, la embriaguez la centuplica. Sus caricaturas se hacen sintéticas, sus expresiones cortantes.
A veces converso con él en medio de estas carreras al abismo. A medida que la inteligencia hace irrelevantes las formas de lo creado, sólo queda la Nada, que lo corroe todo y sólo puede ser encerrada en el recipiente abrasivo del humorismo.
Como una estrella, la inteligencia no puede crecer indefinidamente sin destruirse.
De repente toma la decisión de no probar una gota más de alcohol, y hasta donde sé, la cumple, él que consideraba tan repulsivos a los abstemios.
En las fiestas, torea a la ronda de pelmazos que quieren obligarlo a beber mostrándoles un vaso lleno de aguakina y amargo de Angostura, que hace pasar por whisky.
Zapata me recluta para que sea testigo de su boda con Mara. Comparecen una jueza con apariencia de Cuaima y dos guardaespaldas armados con monos negros al estilo swat, que parecen contratados para intimidar a novios que pensaran en escaparse, pero éstos insisten en convertirse en una de las parejas más felices que conozco.
Pedro León dirige la anarquía del Sádico Ilustrado, con papel, colores, dibujantes y redactores de lujo, definitivo adiós al humor de la aldea que una vez más despierta la repulsa de la derecha exquisita.
Invita Elio Gómez Grillo a Zapata a colaborar con la Dirección de Cultura de la UCV, y el pintor razona que si hay cátedras de dibujo, que es algo que no se puede enseñar, también puede haber una Cátedra del Humor, que es algo que no se puede aprender.
Así comienza la experiencia semanal de improvisación colectiva de la Cátedra del Humor en una Sala de Conferencias, que ante los públicos desbordantes debe ser sustituida por la Sala de Conciertos luego por un Aula Magna repleta, y finalmente por el país, porque donde nos invitan vamos.
Somos como los vendedores de cepillos de las historietas, que atravesamos el pie en cualquier puerta con tal de vender el cepillo de la idea.
Varios años de Cátedra culminan en la gran Farsa Política de la candidatura de Zapata para Presidente. En el Aula Magna, con la Miss Universo Irene Saez como Secretaria Privada, Pedro León habla pausadamente: “Por allí se preguntan si esta candidatura mía es en serio o en broma. Señores: ¡La duda ofende!”
Una explosión de carcajadas celebra esta parodia del habla de los políticos, que finge decir cuando en realidad nada dice. Para no parecernos a ellos renunciamos a la Candidatura cuando ésta va camino de desequilibrar el cuadro del poder, ya irremediablemente deslegitimado.
También la derecha oligárquica se atraviesa en esta fiesta de teatro experimental, y un Director de Cultura pretende prohibirla con el pretexto de reparara el Aula Magna, cuando quien necesita reparaciones es él.
Con la modestia que no acostumbra, Pedro León afirma que todos estos proyectos consisten en poner a trabajar a los demás para que le atribuyan el mérito a él. Pero sin él quizá ninguno hubiera cuajado ni alcanzado su calidad insuperable.
Al cierre del siglo, toda la oligarquía que lleva décadas destruyendo la Ciudad Universitaria se opone a la realización del mural “Conductores de Venezuela”, con el cual Zapata orna quizá inmerecidamente a una casa que ya no conduce a nadie. En su defensa escribo: “El mural, museo y libro del pueblo, biografía de todos, altar del culto colectivo, guiño cómplice del instante a la eternidad, siempre ha tenido enemigos porque es el único amigo estético del ciudadano en la tierra de nadie de la urbe”.
Arranca otro milenio, y se enfrasca Pedro León en un duro ataque contra Hugo Rafael, al cual el Presidente contesta: “¿Cuánto le pagan a usted, Zapata?”
Defiendo por escrito a Zapata a pesar de que se enfrenta con un Presidente al cual apoyo por su batalla por el control de la República sobre la industria petrolera.
No sé si Pedro León me habrá defendido cuando por ese apoyo me vetan en el periódico de circulación nacional.
Zapata enferma. Parece que toda la oligarquía a quien ahora sus caricaturas complacen no pone un centavo para curarlo.
Como en tiempos de la izquierda ilegalizada, el paño de lágrimas de presos o de enfermos son los artistas que donan cuadros para la subasta a beneficio, y se debe organizar una para cubrir las implacables facturas capitalistas de la clínica.
De cada quien según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades.
Dice Jorge Luis Borges que no se puede castigar durante toda la eternidad por los actos del primer siglo de ella. Tampoco se puede juzgar una vida por las ideas de sus últimos días.
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