sábado, 4 de abril de 2015

Douglas Bolívar: "Aventuras en Semana Santa"

Hace unas horas me dejé caer un rato por la iglesia Santa Teresa y, como cosa de Dios, fui inmediatamente raptado.

No me sentí cómodo entre la multitud que pujaba por ingresar al recinto que regenta nuestra destacada Conferencia Episcopal. La mente (de la que no he sido un buen padre y por tanto me ha salido un poco descarriada) se sujetó arrebatadamente de un recuerdo que le sobrevino acto seguido de un deja vu desatado por la aparición en la puerta de la Santa Teresa del sacristán: igualito en físico, gestos y actitud a Aquilito -diminitivo de Aquiles-, a quien el párroco de Valle de La Pascua supo seducir para que entendiera que no tenía futuro en el bachillerato y para que, asumido los designios del creador, terminara encargándose de la conserjería de la catedral vallepascuense, en plena plaza Bolívar, como corresponde. Corrían las postrimerías de los infaustos años ochenta.

En Valle de La Pascua operaban tres salas de cine de las que ya he hablado anteriormente: Morichal y Manapire, que se disputaban el rating a semejanza de aquellos dos mohosos canales comerciales, y el Royal, que estaba proscrito para los liceístas. Hasta que dejó de estarlo y mundo nos cambió para siempre, hasta el final de nuestros días.

La juventud que se levantaba no hacía otra cosa que abarrotar las taquillas de los dos primeros procurando una entrada para algún estreno, que así se le denominaba a las filmes todos desgastados que llegaban al pueblo. Era hábito que todos pasáramos por el frente y viéramos la cartelera con los anuncios y llegábamos al barrio reportando novedades. Se tenía como un hecho importante que nadie te sorprendiera con los títulos nuevos: todo el mundo procuraba estar estrictamente informado de cuanto aconteciera en las tres salas. ¿De qué año es Kárate Kid?

Hacerse de una entrada no era cosa sencilla, por las dos razones previsibles: la cola (las entradas se vendían una hora antes de cada función) y porque en aquel país no eran tan simple disponer de las monedas que costaba una recreación por entonces lujo de primer orden.

No era el caso de la muchachada que tenía nido entre las calles Paraíso y 19 de Abril: uno de la membresía tenía una tía llamada Pilar, guapa y joven y desafortunada en el amor, quien ligó con el propietario del Morichal, un septuagenario amargado y avaro. Inmediatamente se instaló en la taquilla del cine y la puerta quedó franca para nosotros, a una seña de ella al recolector de los tickets, que uno debía introducir en una cajita de madera en la antesala de la sala. Todavía es motivo de chanza el hecho de que una noche varios de quienes acudían por primera vez frente a la pantalla grande ¡nos quedáramos dormidos! Coño, qué vergüenza. Siglos de mamadera de gallo.

Por este método de señas al portero sólo podían ingresar dos, como mucho tres. Al poco tiempo Pilar se las ingenió para incrementar la disponibilidad: quienes en la mañana se presentaran a barrer la sala, esa noche quedaban exonerados de pago. Comenzó así nuestra epopeya, precursora de algo que en el mundo y unos poquitos años después se conoció como Cinema Paradiso (una de las mejores tres películas en el planeta Tierra).

Después de limpiar la sala y abastecernos de los chíclets de cajitas cuadriculadas que los cinéfilos arrojaban por todo aquello, husmeábamos detrás de la pantalla y en cada recoveco, pero ninguna atracción tan demencial como la del lugar del proyector, atrás, desde donde el señor Rito disparaba una luz que chocaba contra la enorme pared que daba vida a los personajes. Lugar lleno de magia y ajeno a la ruindad que cada noche la audiencia le prodigaba cada tanto por tanto cuando se atascaba el rollo o fallaba el audio.

El nudo dramático de este relato, lo que en cinematografía sería el punto de quiebre del guión, se presentó cuando Enzo (quien estelarizó casi todas las historias importantes de Valle de La Pascua de aquellos ochenta) decidió unilateralmente hurtar lo que después supo solo era el primer rollo de una película que él pensó que podía ver en una pared de su casa con solo poner allí una sábana blanca. Metió el pesado carreto en una bolsa de basura y así se la llevó limpiamente.


Adujo ante el grupo, que lo tachó de ignorante, que él pensaba que a medida que la cinta iba siendo jalada manualmente y al pasar frente lo que llamó el obturador del carreto, la imagen sería proyectada. Tenía una mente febril y era ágil inventando argumentos sorprendentes. Quería deslumbrar a sus pares con una función privadísima nada menos que de “El maestro borrachón”. Fueron suyas dos lecciones que para la eternidad quedaron en el ambiente vallespacuense. La primera: El cine no puede ser tan difícil. Una frase elemental, pero profundamente transgresora de una mentalidad rural que asemejaba una película al mismo hecho de que el Hombre hubiera acampado sobre la redondez de la Luna.

"A quién van a engañar con esa mierda. Una película son solo 130 mil fotos”. La expresión retumbó por años. Fue como el hielo en Macondo. De modo que era un truco fotográfico. No hay arte en esa mierda, redondeó Enzo, en la continuidad de su histórica justificación. Muchos años después supimos que había sido un fusil de Reader's Digest, que su padre coleccionaba,

El robo no fue descubierto, pero las nuevas generaciones quedaron privadas de apreciar los sacrificios de Jackie Chan. No era una nimiedad.

De aquel carreto brotó la magia. Cuestión de un año después. Borola (siempre desplegado en el liceo intentando ligar aunque sin mucho éxito), agarró el carrete y en el taller de su papá le construyó un trípode. Luego le construyó un gran cascarón de plástico y le dejó una rendija por la parte frontal de la que dejaba colgar la punta del rollo. Con ese juguetico se dejaba caer por el liceo, pensando que las nenas le caerían encima como moscas. Algo falló en sus cálculos, creo que fue que nadie entendió las bondades de aquella máquina que daba acceso al séptimo arte, que nadie supo a qué concepto se refería. O mejor dicho: nadie supo nunca cuáles eran los otros seis.

El papá le Borola le completó la idea: la construyó un riel de aproximadamente diez metros con nudos de enlace cada dos metros, para que pudiera doblarlo (direccionarlo) según el desplazamiento de los actores y actrices en la escena. A las patas del trípode les hizo unos patines para que deslizara sobre el riel a gusto del camarógrafo (pasadito un tiempo la industria fílmica estadounidense acogió este método para hacer más creíble los desplazamientos de los actores).

Un diciembre estuvo listo el riel y yo debía encargarme de un libreto a libre imaginación que durara unos cinco minutos, con tres o cuatro tomas. Me tardé algunos meses porque andaba empecinado en quebrarle el hueso a una flaca y no tenía mente para más nada.

Cuando la Semana Santa de ese año se puso en la esquina, pude al fin pergeñar unas líneas chimbas. Tracé algo elemental: Jesús de Nazareth reprimiendo a los mercaderes del templo. Saqué unas frases bíblicas y las puse en su boca de Larry, encarnando al hijo de Dios. A su lado aparecía una innominada mujer calzada de su brazo (Dalila). Ambos con vestimenta a la usanza de Belén. En el ágora una muchedumbre compuesta por unos veinte liceístas de extras magullaban frases. Un texto flojo y hasta incoherente, a consecuencia del apremio. Borola decidió la locación razonando de la siguiente manera: jueves y viernes santos la catedral es invadida por las nenas de la oligarquía municipal, a las que no se tenía acceso porque estaban confinadas en el liceo de monjas, que era privado. Esta era la única oportunidad del año de arañarles el corazón y rasparlas.

Todo fue ensayado atropelladamente, pero no importaba, lo crucial era el performance de Borola. Todo debía ser ejecutado en pocos minutos el jueves y replegarse enseguida para que otros infiltrados en la multitud recabaran impresiones.

Los muchachos colocaron el riel y sobre el trípode con el cascarón, causando asombro y perplejidad en las doñas. Los actores entraron a escena y su hermana asistente colocó la silla de Borola y cuando apareció con lentes de sol para una noche oscura, ella le entregó el megáfono e inmediatamente él grito con todas fuerzas: ¡Corten! Rectificó enseguida: ¡Acción! Curtío se encargó de desplazar por el riel la falsa cámara. Ni tan falsa.

Transcurrió la escena, que por presurosas circunstancias debió ser una sola toma, dijo corte el director, el personal obrero retiró el riel, se desplazaron los actores hacia el otro extremo de la plaza, se esfumó el director y aquello quedó tan conmocionado como si le acabase de caer encima una bomba atómica, reportaron los espías.


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Terminó la Semana Santa de aquel año y no hubo nueces. No las esperadas. Como toda iniciativa a la que previamente no se le comprueba la viabilidad, a idea de Borola se le espicharon los cauchos apenas en su primera prueba.

Es decir, las nenas inaccesibles ni se inmutaron, por tanto el experimento fue declarado fallido transcurrida una semana.

En una reunión en casa de Curtío, nuestro camarógrafo comentó inocentemente que en el liceo se le habían acercado dos o tres plebeyas preguntando desinteresadamente cómo era eso de que Borola andaba firmando una película. Borola escuchó el comentario y el resorte de su sentido de oportunidad se activó inmediatamente.

Entendió que la acción comando en realidad tenía otro público objetivo. Ahí estuvo el error. Quienes ansiaban el estrellato eran las plebeyas, apenas acostumbradas, como acontecimiento supremo de sus vidas, a suspirar bien por Terry o por Anthony, o alguno de los del montón de novios que tuvo Candy Candy.

A partir de entonces, cada fin de semana el equipo de producción se trasladó a algún barrio previamente seleccionado según un parámetro único: que alguna muchacha del liceo, de la que alguien estuviera pendiente de reventarla en la goma, viviera por allí.

En estas oportunidades no había la premura de Semana Santa, así que cada quien iba llegando con retraso y cuando de último aparecía Borola (Carlos es su verdadera identidad), ya todas las casas estaban asomadas expectantes del grito de ¡corten! Después de aquellos episodios, ya no se le conoció como Borola sino como “¡Corten!”.

Contábamos con cinco libretos que alternábamos. Borola me había dado instrucciones de que acudiera al Morichal y Manapire un fin de semana y que, cual reportero, tomase nota exacta de alguna escena para plagiar esencialmente los diálogos. Así lo hice y así fue. El vestuario y las locaciones siempre fueron libérrrimos.

“Te quiero en mi película”. Después de que el breve jolgorio acababa, el riel y la cámara eran inmediatamente trasladados a la casa de Borola, quien se quedaba en alguna esquina del barrio y a las plebeyas que iban dejándose caer las emplazaba para que se fueran haciendo la idea de que serían las protagonistas del film. Desde luego, con esta argucia las horizontalizó a casi todas, quedando para los mortales simples el repele.

Para las escenificaciones -la palabra define en su dimensión más exacta este asunto- en los barrios Larry no estuvo dispuesto porque prefería irse a la laguna a la búsqueda del bagre perdido. En su casa siempre había un pasapalo de guabina.

Entonces aparece en los créditos de esta historia la figura de Aquilito, quien instigó a este relancino relato.

Aquella vez del debut de Borola frente a la iglesia, Aquilito salió a recoger los vidrios y llevó un reporte exacto ante el padre Olinto, quien lo había instruido para que levantara una versión de la polvareda. Fue magnánimo, por supuesto, a sabiendas de que un reporte más fidedigno habría significado que Olinto abriera un teatro de operaciones contra nosotros, que ya estábamos en la mira de su rifle, puesto que no acudíamos al recinto, como no fuera para entrar, auscultar a la redonda y girar sobre los talones inmediatamente para en las afueras acechar.

Aquilito, pues, asumió su rol en reemplazo de Larry y trastocó todo, porque no se sujetaba a las líneas que yo fusilaba sino que improvisaba, una suerte de orígenes de lo que en estos años ha sido conocido como stand comedy.

Las escenas empezaron a atraer a otro tipo de público: las madres y representantes del público objetivo, quienes se asomaban a celebrar a carcajada batiente los buenos chistes que Aquilito improvisaba. El éxito en la pantalla grande produjo algunos descuidos en sus obligaciones como sacristán y ahí surgió la figura de Olinto, quien incluso en una misa dominical lanzó improperios contra el séptimo arte local.

Todo esta atención de la chismografía de los barrios y de la prensa celestial hicieron de Aquilito una auténtica celebridad: por donde pasaba se desgranaban rumores: ahí va el muchacho que hizo la película del pueblo. La iglesia quedó a un paso de perder a su mejor prospecto a consecuencia de una travesura que comenzó con fines sexuales.

Aquilito tenía trece años y estaba lejos de tener paso franco al cine Royal. Como todo el mundo se lo preguntaba a él, nos pidió a Borola y a mí que le dijéramos qué nombre tenía la película para él decirlo en la calle. Deliberamos un momento y colocamos uno sinceramente tonto: “Aventuras en Semana Santa”.

A su vez, las plebeyas empezaron a exigirle a Aquilito y él a nosotros una fecha para que la película del pueblo fuera pasada en el Morichal o el Manapire. Borola lo sentó y le explicó que una película era algo muy complicado que llevaba varios años. Lo remitió con Enzo, para que le echara el cuento de las 130 mil fotografías por cada filme. Quedó convencido del proceso farragoso porque, rápido de mente, repetía el argumento por donde quiera que iba.

Y presentó por ausencia su renuncia a la iglesia. Se interesó desmedidamente por el cine, pero era poco lo que podía hacer porque estaba lejos de la clasificación C y Pilar no se atrevía a mandar una seña al portero.

Quedó impedido y debió conformarse con escuchar los relatos que de cada película hacían los mayores que él. Después de cada función se formaba un tumulto en la esquina de la Paraíso con 19 de Abril donde el grupo echaba el cuento de la película y relataba algún entresijo, si era el caso de que hubiera habido algún misterio o caso resuelto.

Aquilito, sin embargo, trascendió al grupo en su fascinación por el cine: al cabo de varias semanas ya no supimos de él. No apareció por la esquina ni se interesó en pedir reenganche en la iglesia.

Como al mes y medio tuvimos noticias porque su madre Evangelina se acercó una noche a la esquina a preguntar si sabíamos de algo malo que le pudiera haber pasado a su hijo, que ella pensaba que estaba poseído por el demonio y eso seguramente era castigo divino por haber dejado de prestar servicio al lado del padre Olinto.

Una comisión de dos se encargó de pesquisar el caso y en pocos días presentó conclusiones en la esquina: los gemidos de Aquilito no eran diabólicos sino de placer. Uno de los investigadores, con la venia de Evangelina, se había metido en la habitación de Aqulito a esperar que regresara a las 8pm, como casi siempre. Ahí descubrió que el adolescente en realidad estaba despuntando a los placeres carnales con su propia ayuda.

Metódicamente regresaba a su casa y habitación a las 8pm casi todas las noches. A fuerza de chantaje, confesó a la comisión que se las había ingeniado para a través de una casa vecina ingresar al Royal en función de las 6pm. Cada vez que se apagaban las luces, se introducía por el techo del baño del cine y lo contemplaba todo. Había aprendido a calcular los finales y se retiraba furtivamente y se iba lentamente a casa a luchar con sus demonios internos.

El caso fue presentado en la esquina con lujo de detalles y todos quedaron desconcertados, porque semejante audacia no le había ocurrido a nadie. Solo a Aquilito, una vez que fue arrebatado por la magia del cine.

El grupo tomó las precauciones respectivas: la noche siguiente fue detrás de Aquilito y fue la primera vez que muchos de ellos (excepción de Borola y tres o cuatro lugartenientes) observaban por primera a una mujer completamente desnuda.

Y la excursión cinematográfica quedó en los anales de la ciudad porque Ismael, quien no había debutado en estas lides a confesión propia, no supo guardar el silencio que la situación imponía: cuando una de las actrices terminó de bajarse la pantaleta que cadenciosamente había empezado a hacer, Ismael empezó a llorar a moco tendido y toda la patota se dispersó y los mayores de 18 años se desconcentraron. Al acercarse uno de los acomodadores y poner su linterna sobre Ismael, lo descubrió fajado. Todo lo demás puede inferirse por el contexto de esta historia que termina con algo de luz, pero que transcurrió a blanco y negro.

douglasbolivar@gmail.com

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