I
El petróleo es el lío, sabido es. Dota y castra a una vez a quien la suerte tiene de bañarse en él. Sabido es también que es un material precioso debajo de la corteza terrestre tanto más cuanto se sabe que se acaba. De él sale casi todo lo que el confort humano pide, como producto acabado o como maquinaria que trabaja para producirlo. Sobra hablar de ello.
Hubo un tiempo (tiempo de navegantes y trueques, era de sumerios, asirios, griegos o romanos) en que la sal era tan preciosa y útil que como moneda se utilizaba. Y así pasó también, más avanzado el tiempo, con las especias en las llamadas indias americanas e indias asiáticas, como los nuevos ingredientes descubiertos para la salud, la comodidad y la vanidad humanas.
Para quien en petróleo, sal o especias se baña, mirándolo monótonamente como adorno del paisaje, puede apestarle el petróleo, la sal o las especias. Pero si de pronto descubre, como navegante o de oídas, que otras gentes en otros lares sal no tienen, especias ni petróleo, a lo mejor se hace navegante comerciante, y se resuelve monetariamente la vida, para decirlo con actualidad, sabiendo que sólo tiene que inclinarse para tomar el recurso de la superficie o entraña de la tierra y venderlo a quien tan lejanamente lo necesita. Tierra adentro, donde el mar no penetra, pueden los hombres locos dar la vida por unos terrones de sal o palitos de canela. Nada más simple para hacer felices a otros y ricos a sí mismos.
II
Pero entraña un riesgo eso de poseer, disponer y manipular (sin ningún esfuerzo humano) lo que naturalmente la tierra da a unos sobre el mar de necesidades de otros. La mente, la creatividad y la conciencia se secan de tanto doblarse la espalda en medio del acto de tomar y vender para llenar la alforja. Quien anda en abundancia declina y quien en necesidad, prospera porque honra el camino de exigencia de la evolución de la especie. La historia y ficción hablan arduamente al respecto. Los romanos, saturados de riquezas y sensualidad, cayeron ante el bárbaro quejumbroso, bélico y deseoso de un mundo mejor y más equilibrado. En una novela de H.G. Wells los ricos se atrofiaron de tanto no hacer nada, ahogados entre el poder y el confort; y los obreros evolucionaron al grado de una siniestra mutación, perdidos entre sus necesidades y ruidos de las maquinarias que operaban, para tomar el control del mundo y comerse a los ricachones como a ganados desde el fondo de la tierra.
A quien el petróleo, la sal y las especias faltan, viven en la imaginación perpetua de su necesidad, naturalmente una sana y hasta lógica necesidad. Un preciso lugar común aterriza acá: la necesidad es madre de toda invención humana. Si no pueden tomar en un primer impulso los pozos petroleros o las salinas para quitarse la preocupación existencial de su carencia, resignadamente están llamados a obrar maravillas con la cantidad que puedan comprar. Y contraatacar, devolviendo una moneda pulida y reelaborada a aquel holgazán vendedor, hecha a base de la preciada sustancia comprada.
Cosa que ha ocurrido, suerte de bumerán de la historia y de la sinergia civilizatoria. Se quedó el vendedor vendiendo, quizás con mucho dinero y también otras muchas necesidades; y el comprador inventando, innovando, intentando compensar con su ingenio lo que no tiene, viviendo y remediando. Háblese de petróleo, él único rubro poderoso vigente de la triada del ejemplo: quien lo produce se quedó para país productor y quien lo consume (todo mundo pero prioritariamente los países industrializados) para país avispado e innovador que suele devolver la moneda con productos derivados y sofisticados.
III
Vive Venezuela una guerra económica. Falta de todo, mucho de ello pamplina derivada del petróleo, producida en los países compradores. Pero más allá y vitalmente imbricado con la cotidianidad y supervivencia, faltan los alimentos: el arroz, la carne, la leche y otras denominaciones que la cultura de un pueblo acostumbrado a vender y a no producir ha puesto en boga como extraterrestre monedita de oro. (Por cierto, el oro no abunda para nadie en la Tierra y al respecto todo el mundo aviva el seso para conseguirlo).
Venezuela tiene agro, pero no camina como industria porque es más fácil pensar en petróleo, que mana del suelo a chorros. ¿A qué partirse el lomo debajo del sol sembrando papa si con tomar un barril, llenarlo y venderlo ya hay dinero para comprar un camión? Y así con la tecnología y la posibilidad científica para innovar en la vida: ¿para qué inventar sin con la plata del petróleo, que mana gratis del suelo, se puede comprar lo necesario a otros países que sí se dedican a tales menesteres invectivos? Se ha llegado al colmo del conformismo que ha podido oírse en la calle al venezolano comentar que los yacimientos de petróleo son del pueblo (no se niega) y que el Estado debería depositarle a cada habitante una cuota de las ventas de petróleo (cuestionable).
Al venezolano se le secó la mollera con la producción y venta facilistas de petróleo. Descuidó su ingenio y capacidad de supervivencia, viviendo como si fuera un imperio que se imagina infinito e imbatible en su reverdecer. Pero de pronto caen los precios de las ventas de petróleo, de los cuales vive, y el porvenir se quiebra, encontrándolo con que no sabe producir lo que come, una papa, criar una gallina, de paso dependiendo hasta el alma de lo que venden los países compradores de petróleo, para mayor ironía. Quítese ahora mismo el petróleo a Venezuela y perece como país, como Estado, con hambrunas, revueltas, invasiones, espectáculo lamentable de humanos vagando sobre la tierra aquejados, además, por un invencible dolor de cintura y espalda, aquel que tendría que haberle quedado de su antiguo oficio de doblar y levantarse para llenar el galón de petróleo.
Hubo un tiempo en que los EE.UU. se levantaban como maquinaria, poblada por hombres luminosos de ciencia, ajenos a la barbarie que como cultura capitalista hoy define al país. Uno de ellos fue Thomas Alva Edison, traído a la ocasión por su condición de inventor. Su biografía habla de que acometió un invento cada quince días y que patentó alrededor de mil a lo largo de su vida, dotando a su país natal y a Europa del perfil tecnológico necesario para afrontar la contemporaneidad.
Es un momento de crisis no sólo para Venezuela. El mundo se desgaja por más costados del que debiera, y el país de Simón Bolívar no escapa a los vientos. Pero desgajado el mundo, algunos países lo serán menos que otros, y pervivirán aquellos que, desprovistos de los comodines que provee la telúrica naturaleza (muletillas de la existencia), solos consigo mismo, con su ingenio y maravilla para la autosuficiencia, sepan y puedan procurarse un elaborado producto de la misma tierra petrolera, un plato de arroz cultivado, una tajada de proteína criada, que en nada tiene que ver con consumir un tazón de hidrocarburo. El planeta siempre será agrícola y pecuario, y la tierra esa enorme materia para la alimentación humana, sea ya con el cultivo, la cría o la extracción, pero siempre con el conocimiento de saber preparar a partir de ella.
La crisis, esa larga cola que no consigue alimentos, insumos diversos o periquillos de cualquier tipo, o que no los sabe generar, tiene que convertirse en una oportunidad para que el gobierno nacional la asuma y la convierta en una carta a su favor, trabajando con la gente, con las comunidades afectadas, con el pueblo, con ese ignorante existencial malogrado por el petróleo, invocando sus capacidades creadoras para que se supla a sí mismo, para que se dignifique y levante, invirtiendo para enseñarle, dotándolo de vida y herramientas, siempre con la conciencia, con el principio, con la elemental noción de que se debe aprender a vivir con el conocimiento de saber amasar la tierra y no dispensarla fortuitamente como un chorro que se dilapida a los cuatros costados.
El petróleo no es el alma, ni el ingenio, ni la humanidad, ni el alimento del venezolano. Es una sustancia perecedera que se debe agotar y cuando ocurra no debe quedar la sensación del vacío de una humanidad perdida. Quedará siempre la tierra, no importando que como cascarón hueco para el caso de los venezolanos, pero apta para el ingenio y el aprovechamiento, para la siembra y la cría, para la vida. El llamado es actuar desde ya como si el tal recurso no estuviera presente en la vida económica del país (economía que compra todo), de manera que se impone enseñar al pueblo a suplir su ausencia virtual con producción vernácula y orientada a la supervivencia, empezando, por ejemplo, desde cómo elaborar un jabón (que es muy simple) hasta cómo cría un pollo o cultivar un huerto, que es más fácil.
A riesgo de que parezca jocoso para quienes ven el mundo como un estado irreversible del mercantilismo humano, planteada está la retoma del cooperativismo, el apoyo a la industria pequeña y familiar; y, para causar encono en un montón de gente que se ofendió cuando Hugo Chávez lo planteó (¡ah, Cuba, cómo le dueles a tantos con tus inventos!), el rescate de los cultivos organopónicos y los criaderos verticales.
Oscar J. Camero / Sígueme en @animalpolis / Más: Perfil Google
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