En los últimos años de proceso político en Venezuela se ha señalado muchas veces, junto a la corrupción, al burocratismo como una de los pesados fardos, obstáculos, lastres, vicios, a superar con el propósito de aumentar la eficiencia y la eficacia de los procesos administrativos de cara al logro de los más altos objetivos de la nación.
En la extraordinaria obra El laberinto de los tres minotauros, el erudito barinés J.M. Briceño Guerrero, nos dice como los “europeos segundos de América” han ensayado diversos programas de acción para llevar a cabo en el “nuevo continente” la magna empresa del desarrollo, el progreso, la seguridad jurídica, los derechos humanos y, en pocas palabras, la modernización. El autor sistematiza esos esfuerzos y plantea que el blanqueamiento, la legislación, la educación, la lucha política tradicional, el sub-imperio, la revolución socialista, la “reminiscencia, exilio y nostalgia”, la lucha por un nuevo orden mundial y hasta “una última perplejidad”, que consiste en la deserción de algunos de los mejores cuadros de vanguardia, han sido parte de los intentos más serios por construir repúblicas modernas a la usanza de Europa.
De estos intentos, conviene que nos detengamos en el referido a la legislación, para citar así un párrafo clave que nos habla del mal de males que puede traer consigo todo ordenamiento jurídico cuando se asume con “fanatismo fetichista”. El filósofo inicia su reflexión recordando que en la mayoría de los pueblos civilizados, la conducta colectiva está regida por leyes escritas, constituyendo estas el gran marco regulador de las relaciones de los individuos, comunidades e instituciones. Pero llega un momento en el cual, este universo jurídico, cada vez más extenso y frondoso, parece separarse de quienes lo han creado, convirtiéndose en una maquinaria que puede seguir uno de dos derroteros.
“En realidad el complejo aparato de leyes sigue dos caminos: o bien se aplica minuciosamente con fanatismo fetichista, con ensañamiento pudiera decirse, y en tal caso obstaculiza y entorpece toda gestión multiplicando las instancias, los requisitos, las esperas, los trámites, las firmas, los documentos, los pagos, las multas, las estampillas, los certificados, los sellos, las constancias, las consultas, las visitas a oficinas diversas, las entrevistas con funcionarios de interminables escaleras, hasta la desesperación por el sufrimiento exhaustivo de todos los matices en la amplia gama de la humillación burocratizada; o bien se debilita, se aligera, se atenúa, desaparece ante la presión del poder político, la amistad, el compadrazgo, la simpatía, la belleza o el soborno”.
¿Quién no ha experimentado alguna vez ese fanatismo, ese ensañamiento, con el que a veces se siguen algunas normativas? ¿Quién no comprobó en los últimos años, como ese aparato fue sacudido por el poder político? ¿Existirá un camino alternativo a estas dos posibilidades que plantea Briceño?
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