Las conversaciones de bar o café siempre son interesantes. Cuando un grupo de compañeros o amigos entra a un lugar de este tipo no lo hace para asumir poses o complacer a jefes, familiares o socios, sino todo lo contrario. Quienes entran a un bar para entablar una charla animada por un cocuy o una cerveza, quieren expresarse, ser ellos mismos, defender sus puntos de vista esperando que sus contertulios coincidan o se sumen a ese marco de interpretación. Y si esa charla se da entre sociólogos y politólogos, académicos e intelectuales, la cosa suele desembocar en temas de actualidad con su respectiva carga de polarización.
Soy de los que piensa que en una charla de café, muchas veces denigradas, subestimadas, es mucho lo que puede aprenderse. Pensadores como Eduardo Galeano han dicho que su formación se desarrolló a lo largo de los años en bares y cafés, compartiendo con escritores, poetas y mentalidades reflexivas de diverso tipo. Sin embargo, hay momentos en los que las charlas no parecen compartir un mínimo marco de referencia común que permita sacar algo constructivo en el propósito de comprender mejor nuestra actual compleja realidad sociopolítica.
Y dado que he visto cómo el mismo escenario anti-dialógico se ha reproducido en otros encuentros recientes tanto dentro como fuera del bar, me permitiré plantear una hipótesis sobre la cuestión, toda vez que las actitudes polarizadas en sí mismas podrían explicar esa soberbia intelectual o cortedad de miras que impiden la fluidez de conversaciones que siempre empiezan con gran potencial esclarecedor. Pero como dice el dicho, a algunos compañeros hay que decirles: compadre, mejor no aclare que oscurece.
La clave, esta vez, parece estar en la distinción entre el académico y el intelectual. Según la definición general, un intelectual es aquel que se dedica al estudio y la reflexión crítica sobre la realidad ―agreguemos, la propia realidad social concreta― y comunica sus ideas hablando o escribiendo con la pretensión de influir en ella, convirtiéndose en una suerte de referencia o autoridad de cara a la opinión pública. De tal definición, hay que destacar un elemento esencial: esa cabeza crítica y reflexiva debe poner el instrumental teórico que maneja en función de su propia realidad. Ya sea para conservar o para transformar, sus ideas, sus planteamientos, deben tener pertinencia social.
El problema suele presentarse, como lo he comprobado muchas veces, cuando intervienen en el debate las diversas teorías y doctrinas políticas, muchas veces asumidas como palabra inapelable y sagrada. Por ejemplo, hace unos años participé en un programa de una Tv alternativa, donde el tema del día era el sujeto de la revolución. Recuerdo, que la idea era destacar al proletariado como el indiscutible sujeto de la Revolución bolivariana, partiendo de la clásica propuesta marxista. Mi intervención fue concisa y estuvo orientada a generar el necesario debate sobre tema tan importante. Le pregunté al invitado, cómo podíamos hablar de proletariado en un país no industrializado, en un país cuya economía era rentista, dependiente del petróleo.
¿Cuál fue la respuesta? Lo que esperaba del ponente era un llamado a actualizar el concepto o, como lo han planteado varios economistas marxistas, que demostrara una comprensión de la realidad venezolana, asumiendo que Venezuela necesitaba industrializarse para así dar lugar al nacimiento de un proletariado suficientemente poderoso, organizado y preparado para asumir la tarea de dirigir a la sociedad mediante la toma violenta del poder político. Pero la respuesta fue una disertación esquemática sobre la Revolución rusa, en la que en ningún momento se hizo una reflexión sobre el tema del sujeto de la revolución.
Todo aquel que quiera saber sobre la Revolución rusa puede recurrir a este compañero, y como profesor de marxismo es excelente, pensé. Pero la respuesta para mí fue ruido. Más adelante, al estudiar la vida y obra de Mariátegui, me di cuenta que ese ruido tenía que ver con una tradición del pensamiento revolucionario que fue asumida en su momento en nuestro país y que adoptaba la forma de una versión de izquierda del ya conocido colonialismo intelectual. Otro ejemplo de este “ruido” se dio en la I Conferencia Comunista Latinoamericana, realizada en Buenos Aires, en 1929, ocasión en la que el Amauta envió como delegados al intelectual Hugo Pesce y al obrero textil Julio Portocarrero.
Cuenta Alberto Flores Galindo en el libro La agonía de Mariátegui, obra que condensa magistralmente la polémica que sostuvo este con la Komintern, que el “director de orquesta” de la Conferencia Comunista era Vittorio Codovilla, “un hombre que parecía empeñarse en hablar con un acento marcadamente italiano”, y que “hasta en su dicción mostraba ser poco latinoamericano”. La delegación peruana llevó dos tesis: El problema de las razas en América Latina y Punto de vista antiimperialista, tesis que planteaban una realidad específica, diferente del resto de los países latinoamericanos, la realidad peruana. Pero para Codovilla, fiel representante de la Komintern y de su visión esquemática de la realidad, todos los países latinoamericanos eran iguales, eran todos países semi-coloniales.
Flores Galindo, recuerda que cuando Codovilla leyó el informe inicial de la Conferencia, la delegación peruana fue la más criticada. Y si bien la cuestión de Tacna y Arica era el asunto central de la crítica, la cuestión de fondo estaba en el hecho de que la delegación peruana no se mostró nunca discípula del catecismo revolucionario de Moscú, el cual tenía en Vittorio a su principal arzobispo. Uno imagina la soberbia europeísta del italo-argentino, no solo al dirigirse a las delegaciones con su marcado acento italiano, sino al sacudirse en su asiento al constatar la manera de argumentar que practicaba la delegación peruana, en intervenciones donde las citas a Marx o Lenin eran escasas o inexistentes, al igual que las menciones a la Unión Soviética.
El tema era que la delegación peruana era expresión del pensamiento de Mariátegui. A diferencia de la reducción a ser meros repetidores de los nacientes manuales soviéticos, las intervenciones de Portocarrero y Pesce abundaban en datos, descripciones sociológicas y análisis históricos. Era pensamiento con cabeza propia, análisis basados en sus propias realidades, producto de un esfuerzo intelectual pertinente y comprometido con la realidad social de su país, más allá de preceptivas y esquemas reduccionistas importados. Con seguridad, Codovilla hubiera sido un excelente profesor en materia de leninismo o de la naciente “visión soviética de la revolución”.
En fin, ese espíritu de Codovilla ―o cualquiera de sus variantes― puede encontrarse todavía y no solo en las charlas de bar y café, sino en el campo de la comunicación alternativa y en las reuniones de organizaciones y movimientos sociales. Pero lo que necesita nuestro país, así como cualquier país tradicionalmente sub-alterno frente a las metrópolis de la modernidad, es de académicos transdiciplinarios e intelectuales ubicados en el campo del optimismo histórico mariateguiano, con capacidad para procesar las grandes cantidades de información con que cotidianamente se bombardea a nuestras sociedades.
En dos platos, el académico, salvo que sea intelectual, es el ideal para dar clase en la universidad; y el intelectual, es el que puede aportar los insumos necesarios para la interpretación de la realidad concreta y hacer los análisis prospectivos que permitan definir y comprender mejor nuestra realidad, para poder así mejorarla, transformándola en una sociedad para el buen vivir.
Amaury González V.
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