¿Qué es lo que ha ocurrido realmente en América Latina con los gobiernos progresistas?
Efectivamente, para un análisis más pormenorizado y preciso habría que considerar el caso concreto de cada uno de los procesos progresistas de la región, además de poner en remojo esto del “progresismo”, clásico término del moderno positivismo que expresa el clásico optimismo decimonónico en la ciencia y la técnica. Hoy, dicha palabra es usada por variopintos personajes de todo el espectro político, por lo que puede significar casi cualquier cosa, como lo ha apuntado Sergio Rodríguez en reciente artículo. Sin embargo, para los efectos del análisis no es pecado agrupar a los gobiernos de Correa, Morales, Frente Amplio, Ortega, los Kirchner y Chávez bajo el disputado término de “progresistas”.
En el caso de Venezuela, no es secreto para nadie que desde la desaparición física de Hugo Chávez, el bloque sociopolítico que se agrupa en el chavismo ha tenido que enfrentar su etapa más difícil y compleja, dada la dependencia que el proceso bolivariano tuvo siempre de la figura del líder carismático. Asumiendo una tarea titánica, Nicolás Maduro tuvo que lanzarse a una campaña electoral relámpago en medio del emotivo adiós a Chávez y, hasta hoy, enfrentar una guerra directa no declarada ―si es que puede existir tal cosa― desde distintos flancos. Y como si fuera poco, los precios del petróleo bajaron sustancialmente debido a factores que ya se han comentado, viéndose sensiblemente afectada la economía del país. Sumemos a este contexto nada fácil, las denuncias de corrupción y duras críticas a un sector del funcionariado chavista que empezaron a fluir desde algunos sectores del propio chavismo y sectores de izquierda.
Este explosivo cóctel, en medio de una situación económica que ha generado descontento en la población, ha generado confusión y perplejidad tanto en sectores de esta como en algunos grupos, movimientos, organizaciones e individualidades, sobre cuál será el futuro de la Revolución bolivariana. Y es en el marco de estas discusiones, debates que se han desarrollado en el seno de la comunicación alternativa y entre los intelectuales, donde he constatado reiteradamente esta perplejidad. Desde las individualidades y sectores que aún no han asimilado el restablecimiento de las relaciones Cuba-Estados Unidos, hasta aquellos que en nombre de una condición revolucionaria han defendido su derecho a no adecuarse a las nuevas leyes y directivas del Estado en nombre del anti capitalismo.
Durante estos últimos años, período en el que las encuestadoras han tenido un indiscutible protagonismo, se ha hecho alusión a la trascendencia del cambio de la cultura política del venezolano y se han esbozado algunas líneas de lo que significó el chavismo, lo que actualmente significa, además de algunos estudios que han arrojado información más que interesante sobre algunos rasgos sociológicos de los venezolanos. Citemos por ahora solo dos reflexiones que ha hecho Oscar Schemel, de Hinterlaces, para los efectos de lo que queremos destacar aquí: 1) “Durante los últimos 15 años a Venezuela la gobernaron las palabras”, y 2) "Venezuela es como una mujer desorientada que necesita un hombre fuerte, duro, consistente”. Sí, esta última afirmación no fue muy afortunada desde la perspectiva de la igualdad de género. Ahora, pasaré a relatarles una anécdota de hace unos años y volveremos de inmediato con Schemel.
Año 2006. Después de otra sesión de formación política en el Centro Internacional Miranda, abordo el ascensor con una amiga de la universidad, por cierto una mujer llamativa no solo porque ser una atractiva y exuberante rubia de clase media-alta, sino porque su historia era la de alguien que había marchado con la oposición el 11 de abril de 2002 y a los pocos meses, al constatar que había sido engañada y colocada como carne de cañón en medio de un golpe mediático, y luego de discutir con sus familiares decidió inscribirse en la Universidad Bolivariana de Venezuela y darle su apoyo al proceso. En el ascensor iba un compañero de la embajada cubana, quien ese día había asistido al foro y en medio de la socialización se había entusiasmado con mi seductora amiga. Helena y yo hablábamos sobre el proceso, la universidad, el capitalismo, la necesidad de la formación, y el cubano escuchaba atento y emitía sus opiniones, entrábamos en confianza.
Palabras más, palabras menos, el compañero destacó ―con intención pedagógica― que la Revolución bolivariana era muy diferente a la cubana. En Cuba, llegó una revolución armada, entró a la casa del Estado, la derribó y erigió una casa nueva de acuerdo a las nuevas reglas. En Venezuela, la revolución llegó por vía electoral, sin disparar un tiro, de manera pacífica, y empezó su trabajo desde una casa que nunca derribó. Más aún, muchos de los que habitaban la casa nunca salieron, y hasta se le fueron construyendo anexos aquí y allá. Por eso aquí el proceso es inédito y mucho más difícil, decía. Era evidente, estaba claro, me dije. Las revoluciones de hoy son pacificas, es el espíritu de los nuevos tiempos. Por eso Fidel habló de la batalla de las ideas, reflexioné. Sin embargo, la realidad discursiva de la lucha política y la guerra mediática desatada, generaron una realidad subjetiva que, sin exagerar, hizo pensar a muchos que estábamos en la Sierra Maestra. Y cuando Chávez habló de socialismo y más adelante se declara marxista, pues “se salieron todos los genios de todas las botellas”.
Esto no quiere decir que haya sido un hecho negativo. Lo que hizo Chávez fue recordarle a la humanidad su natural condición gregaria-comunal y la perversión social inherente a un sistema que rompe los lazos sociales, deshumanizándonos. La cuestión compleja fue la forma en que se asumieron esos debates, en una clásica manifestación del ego moderno que elevó sus estandartes desde sus visiones particulares.
Los debates se desataron. Muchos se preguntaban, si hablábamos de marxismo y lucha de clases, por qué la tolerancia con la burguesía, por qué no nacionalizar la banca y el comercio exterior. Sin embargo, y de acuerdo a la Constitución, había ―hay― un papel claramente establecido para la empresa privada en el proyecto bolivariano; incluso en la Propuesta de Reforma Constitucional, tan temida y satanizada, el modo de producción planteado era mixto. Con todo, habíamos tenido golpes, sabotajes, guarimbas y una guerra mediática que estaba enfermando a parte importante de la población. El recuento sería largo, y baste con enfatizar que el discurso encendido y confrontacional de Chávez, justificado frente a la presencia de una oligarquía que se oponía recalcitrantemente a la democratización de la sociedad, y la respuesta reaccionaria que recibía, nos envolvieron en una lucha política de cuyo proceso se obtuvo un legado importante tanto a lo interno como de cara al contexto regional y mundial. Y este fue tan brillante, formidable y extenso, que muy poco se habla de sus aspectos negativos, salvo en las charlas de café o a lo interno de la intimidad familiar.
El tema es, que cuando los barbudos tomaron el palacio de invierno, en las semanas, meses y años inmediatos sucesivos los que se fueron se fueron y los que se quedaron, bien. La cosa estaba más clara, siempre estuvo más clara. El sentido de lo que significaba una revolución estaba más claro; era la época de la guerra fría.
Pero en Venezuela, el proceso revolucionario pacífico y en democracia ―y tal vez por esto mismo― dio pie y campo abierto para las conspiraciones permanentes, la impunidad y el abuso de algunas palabras que se vieron bastante afectadas en su significado al contraponerlas con la realidad concreta de la calle, más no a las realidades teóricas que se construían algunos en sus cabezas en imágenes de gran resolución y hasta en 3D. De tal manera, en Venezuela, la contrarrevolución nunca se fue como se había ido en Cuba, y en los momentos en que su debilidad llegaba al máximo, las contradicciones inherentes al carácter del proceso, la mediática, la corrupción, los inevitables errores, volvían siempre ha darle aliento. Y en cada elección, parlamentarias, regionales, presidenciales, al constatar la elocuencia de los numeritos, muchos se preguntaban, incluyendo al propio Fidel Castro, si había tantos oligarcas en Venezuela. Los factores subjetivos pedían a gritos ser tomados en cuenta, y al fin se introdujo el debate cultural sobre la necesidad de construir hegemonía, política ciertamente más cónsona con la época de las “revoluciones pacíficas”, donde convencer no solo complementa al vencer sino que se erige en la condición de posibilidad de este.
Tal realidad, obligaba a una negociación con los sectores adversos a la revolución, a perfeccionar en todo caso los mecanismos de la seducción. Pero esa negociación, en algún momento se trancó cuando la atmósfera de los sentimientos y re-sentimientos producto de la lucha alcanzaron su tope emocional. Ese entendimiento se trancó por las actitudes golpistas nunca abandonadas, por la falta de sensatez y extremismo de un sector de la oposición que necesariamente generaría una respuesta en el Gobierno quien, ante el asedio permanente, no podía menos que plantarse fuerte en su posición. En fin, se trataba de una cuestión bastante compleja sobre la cual ha reflexionado, entre otros, Enrique Dussel, quien desde el temprano 2007 ya advertía desde el Parque del Este que el proceso bolivariano estaba dando señas de eso que llaman “el problema de la izquierda en el poder”. Efectivamente, el MBR-200 no se había equivocado en su estrategia: se podía tomar el poder del Estado a través de los mecanismos electorales. La cosa era hacer una revolución desde un monstruo burgués por excelencia como lo es la estructura estatal, audaz lance que demostraría sus posibilidades ―sería emulado en el resto de la región― pero también los límites de su factibilidad.
De tal manera, y volviendo con Schemel, en Venezuela ciertamente hubo un gobierno de las palabras. El país fue gobernado por las palabras, por la mística guerrera del caudillo carismático, por la presencia de la figura única e irrepetible; por el imaginario del último hombre a caballo. Pero simultáneamente, lo que ocurría era una distribución de la riqueza en el marco de una economía rentista buchona por los altos precios del petróleo, pero también en el marco de tenebrosas estrategias orientadas a sembrar la violencia paramilitar, y en un entorno donde la presencia de la corrupción aquí y allá se fue convirtiendo en el antagonista principal de quienes postulaban la moral revolucionaria del hombre nuevo. La necesidad de una nueva ética-política se hacía cada vez más evidente, y algunos autores planteaban la necesidad de una completa renovación ética y teórica de la izquierda; un debate por cierto, que nos conduce directamente a cuestionar profundamente la clásica distinción izquierda-derecha. El debate no saldado sobre el carácter de la lucha de la Revolución bolivariana, si era de clase contra clase, de izquierda contra derecha, o de la nación-clase frente al imperialismo, era solo una de la pruebas de la necesidad de profundizar en unos temas que las diversas coyunturas siempre impedían.
En general, la corrupción en el contexto de un capitalismo rentista, el burocratismo exacerbado, y la evidente hegemonía del American Way of Life ―factor destacado por Emir Sader y que ha sido el centro de la crítica cultural de José “Pepe” Mujica―, eran y siguen siendo los temas centrales a considerar en el propósito de construir una sociedad pos-capitalista. Y para eso, en Venezuela tendríamos que conocer primero el capitalismo productivo, manteniendo siempre las políticas sociales.
Cuando Schemel declaró que Venezuela era como una mujer desorientada que necesita de un “hombre fuerte”, recordé a toda la gente con la que uno se ha cruzado en la vida, que en momentos de duda, molestia o desesperanza, antes y después del proceso bolivariano, recordaban nostálgicos al general Pérez Jiménez. Y apartando un poco el carácter sexista que pueda observase en la afirmación del analista, está claro que lo que quiso aludir fue la clásica tesis del positivismo que plantea la necesidad de instaurar el orden para garantizar el progreso, tarea que en una América Latina “atrasada” y devastada por las conflagraciones independentistas y las sucesivas guerras civiles, podía ―tenía que― ser llevada a cabo por el gendarme necesario, el césar democrático o, déspota modernizador. Desde el inicio del siglo XX venezolano hasta el proceso liderado por Chávez, una realidad atávica y profunda de la psicología de los pueblos parece hablar por sí sola.
Considerando todo lo anterior, nos animamos a plantear que todo gobierno, y más aún en la híbrida y mágica Latinoamérica, el Gobierno de las palabras es una cualidad de los procesos emancipatorios catalizados por liderazgos telúricos capaces de conectarse poderosamente con las masas. Pero, como ha demostrado la historia, estos liderazgos no siempre duran; son como una tormenta cataclismica que comienza con rayos cayendo en días serenos y que anuncia el cambio de los tiempos, el inicio de nuevas eras. Y en Venezuela, desde la desaparición del Comandante Chávez, el reto ha sido mantener vivo su legado en un contexto adverso como no se había tenido, y donde el Gobierno de las palabras debe conservar solo lo necesario para poder consolidarse así como un Gobierno de las acciones concretas. La Gran Misión Vivienda, como una de las más importantes políticas del Gobierno, constituye un ejemplo claro de esto. Pero más aún, debe constituirlo el Gobierno de los procesos materiales, de la economía real, de la justicia, de la forma en que se produce y reproduce la vida de la nación. Continúa...
Amaury González V.
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