Al momento de escribir estas líneas, América Latina asimila la victoria de Mauricio Macri en las presidenciales de Argentina, un hecho que ya vislumbraba el politólogo Atilio Borón, cuando discurrió sobre el tema en el contexto de los cerrados resultados de la primera vuelta electoral, y después de constatar la histórica derrota del peronismo en la provincia de Buenos Aires.
En la entrega anterior, analizamos algunas de las aseveraciones que sobre los procesos progresistas en América Latina hizo Noam Chomsky en entrevista de finales de octubre, en un balance donde planteó los aspectos positivos y negativos que según su visión se ofrecen claros al análisis. Sobre Venezuela, dijo que el “modelo de Chávez ha sido destructivo”, y agregó más adelante que un ejemplo a seguir sería el de Corea del Sur, el cual se planteó un modelo de “desarrollo constructivo desde lo interno” regido por un “Estado poderoso”. Sin embargo, su corazón ácrata lo lleva a plantear para Latinoamérica un eventual Gobierno de los movimientos populares, luego de haber sentenciado que los Gobiernos de izquierda de habían desacreditado a sí mismos por la desbordante corrupción.
Sobre el caso venezolano, Chomsky parece señalar el hecho de que Venezuela no haya podido, hasta ahora, desarrollar un sólido mercado interno (desarrollo constructivo desde lo interno), lo cual implica un grado de producción nacional, de industrialización, de sustitución de importaciones. Esto nos lleva directo al tema del eterno lastre de una economía rentista que ha permeado históricamente el Estado, la sociedad y la cultura en el país, e incluso hasta la manera misma de concebir y vivir los procesos de emancipación social, siempre más factibles en medio de la abundancia artificial generada por los altos precios del petróleo. El tema ha sido abordado por diversos analistas, algunos de los cuales se preguntaron en su momento si era posible en Venezuela un “socialismo rentista”. A pesar de que el debate sigue abierto, el actual conflicto con la economía indica que algo así no sería posible, salvo mientras los altos precios del hidrocarburo mantengan el suministro al sombrero del mago (ver El Estado Mágico, de Fernando Coronil).
Si bien la caída de los precios de las materias primas condiciona en cierta medida el debate sobre el supuesto fin de ciclo progresista, no se puede ocultar que mucha de la perplejidad o desencanto que puede estar experimentando algún sector de la izquierda, tanto dentro como fuera de Venezuela, tiene que ver con un nuevo paradigma de emancipación social que mucho o poco tiene que ver con las tradicionales teorías eurocéntricas de la revolución. Décadas de condicionamientos producto de las permanentes estrategias hegemónicas del sistema, pueden ser ignoradas temporalmente en el contexto de la presencia del gran líder carismático ―capaz incluso, como decía Marcuse, de derrotar a las corporaciones mediáticas―, pero una vez desaparecido físicamente de la escena, las “estructuras de larga duración” resurgen para recordarnos que, después de todo, se vieron golpeadas y amenazadas seriamente, pero al verse mantenidas desde los sustratos mediáticos y culturales, regresan vivas y hasta con nuevos bríos. Por eso, hoy no puede haber revolución desde las instituciones, revolución propiamente dicha, sin batalla real de ideas ni transformación cultural.
La problemática y el debate en el campo de la comunicación, desde nuestro punto de vista ejemplifican elocuentemente los contornos del nuevo paradigma emancipatorio de principios del siglo XXI. Una reflexión inicial, bastante clara desde los primeros años del proceso bolivariano, señalaba que una transformación política no sería posible sin una transformación del campo mediático, de los medios de comunicación. Bien. Añadamos, que desde 2002 había quedado claro que los medios habían asumido un rol directamente político y que eran los caballos de batalla de la contra-revolución, en un fenómeno que los develó como lo que siempre habían sido: controladores sociales del sistema, instancias hegemónicas de la sociedad que siempre habíamos tenido. Con todo, no se los podía tomar y cerrar en nombre de la Revolución precisamente por el carácter pacífico y democrático de ésta. Recordemos lo que pasó con Rctv y el escándalo que generó lo que era desde el principio una acción legítima del Estado inherente al ejercicio de sus funciones. En otro debate realizado meses antes de la salida legal del aire de ese canal, Buen Abad planteó una situación hipotética: imaginemos que se dieron las condiciones y se logró revocar la concesión a Globovisión, Televen, Venevisión y Rctv, ¿Tenemos una parrilla de programación preparada para sustituir la de estos cuatro canales? ¿Una programación enmarcada en los valores socialistas que queremos transmitir? La respuesta era evidente y, como era de esperarse, cuando nació el nuevo canal, durante los primeros meses la política que se reflejó en pantalla fue la de Eudomar Santos (como vaya viniendo, vamos viendo).
Tenemos entonces, que dicha problemática quedó evidenciada con el nacimiento de Tves, cuya programación inicial no fue considerada nada revolucionaria por parte importante de quienes le hacíamos seguimiento al tema, y hasta por muchos de los que formaron parte del grupo inicial de trabajadores del flamante canal. Por otra parte, un ejemplo de “televisora revolucionaria”, bastante alabada por Buen Abad en esos tiempos, era Vive Tv, cuya concepción de producción de contenidos inspirada en un marxismo inteligente había generado, efectivamente, una televisión diferente. ¿Cuál era el problema, de considerarlo problema?: que nadie veía el llamado “canal del poder popular”, un espacio que parecía, o adelantado a su tiempo o excesivamente contrastante con la televisión a la que la gente ―incluyendo por supuesto, a los revolucionarios― estaba acostumbrada. Esta última palabra, por cierto, señala el lugar de la hegemonía. Cifras de mediados de 2006, por ejemplo, reflejaban que el Canal de la Asamblea tenía más “raiting” que Vive Tv. ¿Cuál fue el aprendizaje? Puedes tener la web, canal, radio o periódico con los mejores contenidos, con los más revolucionarios o los más distintos a los históricamente producidos y difundidos en el marco de la sociedad que queremos superar; pero si nadie ve tu web, canal, radio o periódico, tan sencillo como que no existes para esa sociedad, con todo y la necesidad de existencia de esos proyectos, cultural y estratégicamente. Entonces, los contenidos son importantes, pero más aún que estos lleguen ―que sepan llegar― al público, a las masas.
El concepto de contra-hegemonía fue cobrando importancia desde esos días. Que si Gramsci y el bloque histórico. Sin embargo, al constatar que era un concepto que nos ubicaba, muchas veces con razón, en una posición defensiva ―y se supone que éramos nosotros los que estábamos en el poder―, se planteó la política de construcción de “hegemonía popular”, y empezamos a comprender que las condiciones del proceso obligaban a definir y ejecutar una política de la seducción, de convencimiento, de ofensiva creativa. La responsabilidad mayor de dirigir una política comunicacional, educativa y cultural en un contexto revolucionario que estaba sirviendo de ejemplo a otros países hermanos de la región, implicaba la colosal tarea de construir hegemonía. Pero, en algún momento, talvez inevitablemente, fuimos entrampados en una guerra mediática que nos condicionó y nos atrapó, cual perros de Pavlov, en la política del “desmonte de matrices mediáticas”. Y si bien sería bastante torpe afirmar que desmentir y desmontar no era una política necesaria en un contexto de constantes y descaradas manipulaciones, también hay que decir que tal contexto nos entrampó en actitudes defensivas que impidieron siempre tomar iniciativas hegemónicas, la articulación de una gran ofensiva cultural orientada a la construcción de un nuevo bloque histórico.
Y sobre este tema, un día encontramos una reflexión planteada por el Observatorio de Medios de Argentina, que encaja perfectamente con lo que venimos planteando. Partiendo de la base de que existe una tendencia dominante en las producciones periodísticas, estos analistas afirman que:
“Las producciones periodísticas son parciales (Reflejan tomas de partido a favor o en contra de determinados intereses de clase o grupos) y tienen como objetivo final la creación de sentidos comunes hegemónicos.
La mayor o menor eficacia de esas operaciones dependerá del éxito con que las parcialidades sean presentadas y aceptadas como parcialidades universales y para ello todo sistema de producción periodística apela al “mito de la objetividad”, en el sentido de presentar a la misma asociada con una parcialidad especifica”.
Evidentemente, siguiendo el análisis podemos colegir que, no solo estamos en medio de una gran batalla por la hegemonía, sino que dentro de ésta pareciera no haber posibilidad de descartar la adopción del “mito de la objetividad” de cara a la construcción de una nueva Hegemonía. De tal manera, en el propósito de construir un nuevo bloque histórico, resulta clave no solo la adopción del mito de la objetividad, sino también la incorporación de una serie de estrategias y formas estéticas y lenguajes comunicacionales, muchas veces asociados a las de la comunicación hegemónica alienante y corporativa. Así, esta es la realidad que explica la actual concepción televisiva de Tves, y las creativas líneas editoriales de algunos medios webs, escenario de luchas simbólicas y políticas por la dirección intelectual y moral de la sociedad.
En función de lo anterior, al trasladar esta realidad mediática (campo eminentemente político) a la política propiamente dicha (subsumida dentro de la mediática), la conclusión es evidente: se trata de sumar y sumar, de convencer y convencer, de concebir a la revolución como un proceso de afirmación y modernización cultural y ciudadana, como una vasta estrategia de seducción que debe recurrir a todo el arsenal comunicativo que ofrecen las tecnologías de la información y comunicación, y lograr toda la eficacia política que esté a su alcance. Vivimos una época donde los cambios ya no se hacen tomando por asalto los palacios de invierno. Los palacios hay que ocuparlos, sin discusión, pero lo que está claro es que eso, por sí solo, no basta ni nunca bastó.
Desde nuestro punto de vista, aquí radica uno de los temas centrales a considerar para una nueva política para el siglo XXI, para la nueva era de consciencia expandida que despunta. La necesidad de renovación ética y política de la izquierda que ha sido planteada por, entre otros, Enrique Dussel, nos parece que va por ahí, en una sociedad donde los cambios tecnológicos de los últimos 30 años han generado consecuencias que deben estudiarse en profundidad, particularmente porque han afectado las condiciones de manifestación de la voluntad de vida, la construcción de los consensos y la factibilidad de las decisiones. El debate sigue abierto.
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